jueves, 3 de noviembre de 2022

La Toxi

“Qué hice yo para merecer tu amor, me dijo entre lágrimas cuando me vio entrar en la UCI. “Te quiero abrazar, acércate”. Entre lágrimas de emoción me murmura, que había tenido pensamientos que habría sido mejor haberse muerto en la última de las dos cirugías que el día anterior le habían practicado. Estábamos mi primo Cheyo y yo, viéndola en medio del dolor más agudo, de la incomodidad más absoluta; de no poder tragar, de tener tubos drenando líquidos por doquier, y a pesar de sus contradicciones, nos sonríe, nos dice te quiero, y hasta estuvo mamando gallo con Cheyo al mejor estilo de Lencho de las Mercedes. Y no habían pasado cinco minutos y ya Patri me estaba enseñando la paciencia que todo lo puede.  En su agotamiento intentaba tragarse una muesca de hielo, y luego padecía la insoportable tos que le sucedía, se apretaba su barriga con una almohada para ayudarse a expectorar. No la oí quejarse de dolor. Y para mí eso era, en esas circunstancias, heroico. Ese día nos dice al pasarnos un kleenex que ella había utilizado: “pónganse guantes, me dicen la Toxi”, con una picardía digna de una niña diciendo sus primeras malas palabras.

Además del conocerte, acompañarte Patri en tus últimas dos semanas fue el más grande regalo que me hayas podido dar. Fue una inmersión a pulmón en las profundidades de tu ser, en las dualidades que plagan nuestro existir, en el valor del tiempo, en la perspectiva de lo trascendente e intranscendente de nuestro trasegar, en cómo la fragilidad humana expone unos atributos en esa silenciosa elocuencia, me recordaste del valor del desapego a lo material. Me sedujiste con tu volver permanente a la paz que sentías una vez tomaste la decisión. Con serenidad te enfrentaste a lo desconocido, decidiste cada detalle de tus últimos días, dejaste pildoritas de cariño a quienes más amaste, consolaste el dolor de toda tu familia, los convidaste a comprender que amar significaba dejarte pintar en un lienzo sin fronteras donde cualquier combinación cromática era posible. Pediste perdón, creaste una red de soporte entre los tuyos, te imaginaste cuadros, cantaste, y lloraste hasta cuando me habías dicho que estabas seca.

Aprendí cuando me pediste te acompañara a tomar la decisión más difícil de tu vida, la de abandonar el tratamiento y empezar el camino del buen morir, que tú en los más profundo de tu ser sabías cuál era tu decisión. Tuviste miedo no de la muerte si no del dolor de tus seres queridos. Y a pesar del miedo, afianzándote en esa paz que me repetías tuviste a partir de ese momento, alzaste el vuelo. Nunca te vi sombría a partir de ese momento. Tu paz era contagiosa a pesar del deterioro de tu cuerpo. La alegría nunca te abandonó. ¡Mi campeona como te decía, te ganaste la presea dorada!

Pero hay una cosa que con el paso de los días me he dado cuenta y es que cuando llegué a acompañarte pensé egoístamente que yo te iba a ayudar. Pero tú, por el contrario, me hiciste el más grande de los regalos.  Me conferiste el recordar mi camino, el recordar la razón de ser de mi vida, me inundaste de valentía para acometer el porvenir, me entonaste vallenatos para que no olvidara que no debo dejar de componer mi propia música, de abrazar con pasión lo que llevamos por dentro. Gracias Patri por recordarme quién soy y con tu ejemplo convidarme aprovechar con amor y luz cada segundo que tenga de vida, gracias por darme la osadía para atreverme a ser feliz.  ¡Te quiero Tía Pat!